Autor/es: Martín Olesen
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Matías estaba lejos de ser un alumno ejemplar. No es que le fastidiase aprender, es más, le gustaba. Pero el solo hecho de tener que resignar una sola hora de fútbol para plantificarse delante de libros y carpetas lo perturbaba a tal que punto que pasaba dedicando buen parte de esa hora en soñar con el gol de su vida abrazándose a sus inefables compañeros de aventuras y recibiendo el merecido acogimiento de la numerosa hinchada.
El peor momento era la llegada de la tía Dora, siempre tan inquisidora y locuaz:
¿Cómo te va en la escuela? Era la primera e infaltable pregunta del cuestionario de la hermana de su madre.
Bien. Era la respuesta reiterada del indefenso Matías.
¿Tenés buenas notas? Ese era el momento en donde la paz se ausentaba definitivamente para abrirle paso al temor y la inseguridad, cual victima del feroz león.
La inquisición se apoderaba de la circunstancia y el niño solo podía odiar la horrible y despiadada sonrisa de quien dominaba el diálogo.
¿Qué materia te gusta más? Seguro que los recreos.
Eso hacía Matías, disfrutaba de los innumerables recreos que la vida le proponía, aún en ausencia de los guardapolvos blancos.
Había aprendido que un recreo era la pausa, siempre breve, entre dos momentos cargados de preocupaciones, lejanos al disfrute, pero inevitables. Sabía muy bien que la duración del tiempo ansiosamente esperado sería breve, siempre más pequeño en cantidad que los que lo precedían y de los que se sumarían luego.
Pero lo que no puede el reloj lo embaten los sentimientos, las ganas, las fuerzas, la pasión, la entrega. ¿Quién entrega su alma en forma plena a una clase de matemática? La entrega es total cuando de pallanas, rayuelas o escondidas se trata.
¿Quién se adentra tanto en las desventuras de un prócer lejano y desconocido como lo hace un niño al impulsar la bolita que se ha acomodado entre sus dedos en búsqueda del hoyo ansiado?
¿Quién se convierte en héroe al separar correctamente el sujeto del predicado? Héroe es aquel que, estirando su cuello, gana la carrera al cruzar la línea imaginaria marcada por baldosas rotas.
¿Cómo no soportar durante una hora a la tediosa señorita de sociales, sabiendo que un recreo la sucedería?
Los guardapolvos finalizaron en la vida de Matías. También las matemáticas, la geografía y la socarrona sonrisa de la tía Dora.
Pero el mismo paradigma se repetía. Otros guardapolvos visten al que era niño. Otras maestras adormecen sus horas.
Pero el inefable recreo permanece: ya sin pallanas ni rayuelas, tampoco bolitas ni carreras.
El recreo se ha vestido de mar, se ha enfundado un hermoso traje azul, ha hecho infinitos sus muros, ha permanecido inalterable a pesar del tiempo.
Suena la campana. ¡Recreo! Grita Matías. Ya no corre por pasillos, lo hace por la arena ya no se adentra en el frondoso patio escolar, sino se zambulle en las frescas aguas, ya no lo reciben sus incansables amigos, lo hacen las espumantes olas ya no lanza una bolita, se deja mecer por el mar, ya no hay Martín Pescador, solo hay agua, esa agua que lo traspasa, lo sumerge, lo libera, alimenta su libido. Jugar, olvidar, sentir, navegar, sintiendo la felicidad, sintiendo la vida en su forma más pura.
Matías no ha envejecido, los años no han pasado, las canas no han aparecido, su piel no ha sabido de arrugas: pero, lo que es más importante, su alma no ha cambiado cuando vive un recreo.
Sabe y olvida que sonará la campana dando conclusión a ese momento. Más ello no lo atormenta ni preocupa, pues, en un buen recreo, siempre, pero siempre, la campana te toma por sorpresa.
Ya habrá tiempo para reflexionar, pensar, meditar, eso no se hace en un recreo. Ya se cuestionará Matías, cuando la vida se vista de maestra, si el miedo de un niño ha inventado todos los recreos.
Quizás podamos ver en el encuentro con Dios un bello recreo, una apasionada experiencia que nos lleve a disfrutar, a apasionarnos, a sentirnos verdaderamente libres, aunque sepamos que una nueva campana nos llamará para reintegrarnos a nuestras actividades, para asumir compromisos, responsabilidades.
Quizás el domingo podamos anhelar la posibilidad de tener una hora de recreo, de apasionamiento, de tranquilidad, de profunda paz.