Textos bíblicos: Oseas 11, 1- 4 / Romanos 8, 14-17 / Lucas 12, 22-32
En este día de los padres, concluye en varias iglesias la Jornada del Hogar y la Familia, que comienza con el día de las madres. Les invito a meditar en nuestra responsabilidad como padres, madres e hijos en medio de una realidad familiar que es dinámica, cambiante, y que levanta no pocos desafíos para los cuales las Escrituras pueden, una vez más, ofrecer luz y orientación.
Vivimos inmersos en modelos sociales que determinan la manera en que nos comprendemos y nos relacionamos como hombres y mujeres, la manera en que vivimos nuestra sexualidad, nuestras relaciones de pareja, las responsabilidades familiares, la autoestima y la auto aceptación. Por lo general, cada sociedad define el modo en que se organizan la vida y la convivencia, y estos patrones se establecen de manera externa y previa a nuestros sentimientos, experiencias y aspiraciones como personas.
Cuando podemos conocer un poco más a profundidad este entramado social podemos afirmar que no es posible hablar de la paternidad sin hablar de la maternidad, sin hablar de la familia. Son realidades que se complementan, se afectan mutuamente y no deben abordarse por separado. Una reflexión sobre la paternidad debe darse en el conjunto de la experiencia familiar. De la misma manera que Dios existe y actúa en comunidad, como Dios trino, la familia humana debería encontrar su razón y sentido en la propia vida divina.
Vivimos en un tiempo donde conviven varios modelos familiares
En el modelo tradicional de familia, aquel que hemos heredado y que aún persiste en nuestro contexto cubano y latinoamericano, los roles de paternidad y maternidad están bien definidos. Al padre corresponde el ejercicio de la autoridad, mientras que la madre y los hijos obedecen y se someten. Al padre corresponde el saber, se cultiva intelectualmente y tiene derecho a pensar. Por su parte, la madre permanece en la ignorancia, no se cultiva intelectualmente sino que se dedica a las responsabilidades domésticas y el cuidado de los hijos. Al padre corresponde el rol normativo, es el referente de comportamiento. A la madre corresponde el rol afectivo, lo cual se relaciona con la educación y cuidado de los hijos.
Al padre corresponde el espacio público, el espacio familiar le resulta estrecho y aburrido. Esto implica que el varón se realiza en la actividad profesional, las responsabilidades políticas, la ciencia y la creación de todo tipo. En cambio, la madre queda reservada al espacio privado del hogar, ella se realiza en el entorno doméstico. La virtud en la mujer no tiene que ver con la libertad y la responsabilidad, ni con la justicia y la ética pública, sino con el control del cuerpo, de las pasiones, del placer. Por lo cual a la mujer-madre corresponde la discreción, el recato, el sacrificio, la sencillez, la devoción y la piedad.
Cuando escuchamos estas cosas nos parecen historias del pasado, escenas de telenovelas de época o películas que reflejan una realidad histórica ya superada. Sin embargo, ¿hasta qué punto es así? Por increíble que parezca, este modelo tradicional de familia sigue vigente. En muchas naciones y en nuestra propia sociedad se ha luchado por invertir estos modelos y los principios que los sustentan, proclamando una nueva situación donde los roles paternales y maternales, histórica y culturalmente asignados, se intercambian, asegurando el surgimiento de una comunidad familiar de iguales donde prime el diálogo y el respeto; donde la autoridad, las responsabilidades, el afecto, los saberes y las normas se comparten. En verdad, ese es un ideal pero no refleja toda la realidad que percibimos.
Al mismo tiempo, tenemos diversidad de modelos familiares, o modelos familiares en transición. El modelo tradicional, o también llamado “familia nuclear”, es decir, papá, mamá e hijos, no es el único modelo existente. Padres y madres solteros que enfrentan solos la crianza de los hijos y las hijas. Abuelas y abuelos que viven con sus nietos y asumen los roles paternos y maternos. Lo mismo puede suceder en hogares donde conviven tíos y sobrinos.
Parejas de personas del mismo sexo, que en algunos casos adoptan niños y niñas. Hogares formados por segundas y terceras nupcias con hijos e hijas de matrimonios anteriores, donde aparecen las figuras del padrastro y la madrastra. Compañeros o compañeras de apartamentos alquilados, que no tienen vínculos familiares pero viven juntos durante años. Familias numerosas donde comparten el mismo espacio los padres, los hijos, los abuelos y las abuelas, los tíos y las tías, los primos y las primas. En fin, una multiplicidad de modelos familiares que no pueden ajustarse a un solo esquema de análisis o a unas mismas reglas de convivencia.
Por otro lado, cristianos y cristianas continúan sustentando el modelo tradicional de familia, que nos viene de la cultura patriarcal antigua. En el Nuevo Testamento, aparecen los llamados “códigos domésticos” (Efesios 6, por ejemplo), textos cristianos que pretenden ordenar las relaciones intrafamiliares según el modelo de la casa greco-romana. Estos códigos establecen las relaciones entre amos y esclavos, esposos y esposas, padres e hijos, dejando en claro la subordinación de los segundos a los primeros.
En ese sentido, es importante que la iglesia revise su mirada a estos temas para hacer un aporte liberador, desde el evangelio, y teniendo en cuenta el ámbito actual, complejo y diverso de las relaciones familiares. En esta revisión también debe incluirse nuestras imágenes/experiencias acerca de Dios en relación con la realidad familiar. En la Biblia, Dios se revela como padre y madre, aunque la tradición cristiana haya enfatizado más la imagen paternal. Sin embargo tanto los profetas como Jesús hablaron de su experiencia acerca de Dios haciendo uso de ambas imágenes. Experimentar a Dios como padre y madre no es solamente legítimo sino que responde mejor a las necesidades actuales tomando en consideración la diversidad de conformaciones familiares así como las historias afectivo/familiares de cada persona.
Dios, que es padre y madre, ofrece un modelo familiar basado en el amor
En el evangelio de Mateo, capítulo 5, versos 43 al 45, leemos lo siguiente: “Ustedes han oído que se dijo, amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo, pero yo les digo, amen a sus enemigos y oren por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los cielos, quien hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores”.
Dios nos propone la filiación como estilo de vida. Ser sus hijos e hijas implica servir a la causa del amor, y del amor incondicional. “Si Dios es amor”, afirma el teólogo español Andrés Torres Queiruga, “quiere decirse que lo es en todo su ser y en todo su actuar. Dios consiste en amar. En nuestro lenguaje deficiente debemos decir que ni sabe, ni quiere ni puede hacer otra cosa que amar”.
Y continúa este autor diciéndonos: “Si Dios es padre y madre de todos no puede sino querer el bien y la igualdad para todos. Las desigualdades lo hieren en su amor y niegan su paternidad real. Cualquier injusticia cometida contra el ser humano va directamente contra su intención y contradice el núcleo mismo de su obra en el mundo”. Ante las desigualdades y los abusos, los profetas de Israel se alzan en defensa de los oprimidos, en el nombre del Dios que los había liberado de la esclavitud en Egipto. Jesús radicalizó la paternidad de Dios. Para nuestro Señor, el amor es el mandamiento supremo, y la ayuda al necesitado el criterio definitivo de salvación o condenación.
Cuando la violencia, el irrespeto y la falta de comprensión crean tensiones en las relaciones entre padres e hijos sería bueno recordar estas palabras del escritor francés Louis Evely: “Dios es infinitamente vulnerable e infinitamente sólido, porque él es amor y no hace otra cosa más que amar. Todo puede herirlo, pero nada puede impedirle amar. Quizás incluso se hace aún más amor con los golpes que recibe, porque él sabe mejor que nadie que esos gritos de rebelión y de injuria son en realidad gritos de socorro y de angustia por no ser suficientemente amado y por no poder amar, y que los golpes que él recibe hacen daño a quien los da. Dios es aquel a quien puedes hacerle todo el daño que quieras y que jamás ha de hacerte a ti mal alguno”.
“En Dios no hay lugar para la ira, Dios no castiga”, nos dice J. Powel, “cuando el pecado hace que nos apartemos de Dios y de su amor, el cambio se produce únicamente en nosotros, nunca en él, que jamás deja de amar, y amar es compartir, compartir el propio ser y la propia vida. La intención de Dios al crearnos y ponernos en este mundo fue compartir su ser y su vida con nosotros. Y al engendrar esa vida en nosotros, Dios nos llama a ser su familia humana, a formar una comunidad de amor en la que cada cual desea y se esfuerza por lograr la verdadera felicidad de todos cuantos le rodean”.
Jesús anuncia que el amor del Padre se dirige con preferencia a aquellos hijos que son menospreciados por la sociedad y que reconocen humildemente su necesidad espiritual: “no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”. Es una especie de inversión de la moral aceptada como correcta, porque los buenos hijos son los que reciben el afecto, el estímulo, y los que honran a la familia. ¿Tenemos en nuestras familias hijos e hijas que sufren el menosprecio, el olvido, la indiferencia, el último lugar, la poca atención, la falta de cariño? ¿y qué de los padres cuya conducta averguenza a sus hijos al punto de que estos no quieran reconocerlos como tales?
El amor de Dios se hace más fuerte con quienes han perdido el rumbo y necesitan ser acompañados. El verdadero pastor, que ama a sus ovejas, va corriendo tras aquella que se ha perdido, y no piensa dos veces en dejar a las noventa y nueve que están en el redil. Y cuando encuentra a la oveja extraviada la carga en sus hombros y regresa contento a casa, compartiendo su alegría con todos.
Ir al encuentro del otro y la otra nos ofrece la posibilidad de realizar aquel sueño de ser hermanos y hermanas, hijos e hijas de un mismo padre que también es madre. Es en el clamor de los demás, en su grito escuchado y aceptado como nuestro, donde Dios se nos acerca como padre y madre de todos. Cada impedimento para practicar la fraternidad es una limitación en el acceso a la paternidad/maternidad de Dios, es una limitación a nosotros mismos.
Dios padre y padre, y Jesús nuestro Hermano mayor
La paternidad-maternidad de Dios nos permite considerarnos sus hijos y sus hijas para poder construir nuevas relaciones como hermanos y hermanas. Y en esa relación con Dios, nuestro hermano mayor, Jesús, se nos ofrece como ejemplo a seguir, como criterio fundamental para orientar el modo de convivencia en esta familia de fe y vida.
El hecho de ser hijos e hijas de Dios no sólo significa la posibilidad de disfrutar de la acogida amorosa del Creador, de su compañía y sustento. Dios tiene también una palabra para nuestra vida, una palabra que no quiere imponerse a la imagen del padre que ejerce su autoridad de manera forzosa. Dios nos propone un proyecto para vivir como familia humana, y para ello debemos permitir que su Espíritu Santo provoque en nosotros todas las transformaciones necesarias para que andemos de acuerdo a su reino y su justicia.
Cuando el evangelio nos habla de la preocupación paternal y maternal de Dios en medio de nuestras necesidades y angustias, nos exhorta al mismo tiempo: “busquen primero el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas serán añadidas”. Aquí tenemos un mensaje de confianza y un llamado a ser fieles al proyecto de Dios. El Dios que nos cuida, nos alimenta, y nos rodea con su gracia y misericordia, nos pide también que busquemos su voluntad ante todas las cosas.
En las relaciones familiares deben combinarse estos dos movimientos: de amor, cuidado, sostén, preocupación; y además, la búsqueda por la manifestación del reino en medio nuestro. Y el reino de Dios propone que seamos comunidad de iguales, sin jerarquías, sin sometimientos, sin violencia, sin abusos de ninguna clase. De ahí que las relaciones entre padres e hijos, en ambas direcciones, deben fundamentarse sobre la ternura, el cariño, la disposición a escuchar, el respeto, la libertad, el acompañamiento.
En ese sentido, Patricia Arés nos alerta: “Tenemos muchas confusiones acerca de lo que significa amar a la pareja, amar a los hijos o amar a los padres…en nombre del amor se cometen también atrocidades…hay que aprender a dar amor, a recibirlo, a expresarlo, a respetar…no basta con sentir amor, tenemos que aprender de él, pensar sobre él, saber brindar ayuda, saber ser recíprocos. Muchas veces queremos de manera dañina”.
Aunque existen etapas en la crianza de los hijos en que los padres deben jugar un rol más protector y normativo, es imprescindible que eduquemos a nuestros hijos e hijas en un ambiente de diálogo y confianza, de participación y cooperación. Sólo así podremos ser sus amigos, además de un ejemplo a imitar. Apliquemos a esta situación la “regla de oro” de nuestro Señor Jesucristo: “Haz con los demás lo que quieres que los demás hagan contigo, porque en esto se resumen la Ley y los Profetas” (Mt 7,12).
Jesús es nuestro hermano mayor. Al ser bautizado en el Jordán, Dios exclama desde el cielo: “este es mi hijo amado en quien tengo complacencia”. Jesús es el hijo amado porque busca la voluntad del Padre. Pero no lo hace por sometimiento, por sumisión, mucho menos por miedo. Jesús se identifica con el proyecto de Dios, lo hace suyo y anuncia que su reino se ha acercado. De igual modo, Jesús es quien nos revela al Padre, conocemos mejor a Dios por medio de Jesús. Por lo tanto, la comunidad cristiana es una familia de hermanos y hermanas que siguen a Jesucristo, quien nos muestra al Padre.
Seguramente hemos tenido esta experiencia en nuestras familias, nuestros hermanos o hermanas nos ayudan a conocer y a entender mejor a nuestros padres. Los hermanos no sólo se acompañan, se ayudan, se defienden en los conflictos con sus padres; pueden también llevarse mal. Pero en toda situación, se arroja luz sobre la manera en que vivimos la relación con nuestros padres, y nuestra percepción de ellos se hace más completa.
Jesús nos revela al Padre: en nuestro diálogo con Jesús, con su palabra, con sus enseñanzas, y en el debate permanente con nuestra propia vida cristiana a la luz de lo que Jesús nos enseña, conocemos mejor a Dios. Jesús llama a Dios de “abba”. En el lenguaje infantil y doméstico de la época, “abba”, es una expresión de cariño, “papaíto”, utilizada también por los adultos con sus padres o con ancianos respetables. El término comunica una relación cercana, afectuosa, dependiente y de íntima comunión e identificación.
Así debe ser nuestra comunión con Dios. Así también nuestras relaciones familiares. La familia no es sólo un conjunto de personas con las que comparto un techo, una mesa, un vínculo sanguíneo, o de quienes recibo beneficios y auxilios establecidos desde afuera, desde algún código social. La familia son, principalmente, las personas con quienes compartimos nuestra vida, personas que amamos, a las cuales acudimos en cualquier dificultad; son aquellos y aquellas con quienes podemos hablar con total sinceridad, sin miedos, sin prejuicios, en confianza y libertad.
El Espíritu de Dios que nos libera, es el mismo que nos permite exclamar “abba”, “papá”. Un grito de angustia que encuentra acogida amorosa en toda circunstancia. Esa es la familia que Dios quiere. Si nuestras funciones tradicionales como padres y madres impiden que nuestros hogares sean un espacio de libertad y realización humana, hemos equivocado el camino. Dios nos desafía desde una paternidad/maternidad responsable, tierna y respetuosa.
Termino invitándoles a orar la oración que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro. En esta ocasión he querido enriquecer el texto de la oración con algunas ideas que surgieron a la par de las reflexiones que hoy hemos compartido. Oremos:
Padre,
simplemente padre, porque así te sentimos.
Nuestro,
porque no eres de nadie en particular, eres de todos y todas.
Que estás en los cielos,
porque así como la tierra se extiende bajo nuestros pies,
el cielo nos cubre como un manto de misericordia.
Santificado sea tu nombre,
porque tu nombre eres tú mismo, tu verdad más profunda,
tu propio misterio de santidad y ternura,
por eso honramos, glorificamos y alabamos tu nombre.
Venga tu reino,
porque no se adquiere a base de fuerza y conquista,
porque tu reino es don y gracia,
es el despliegue de tu paternidad y tu maternidad,
es el triunfo de tu amor cercano y fuerte.
Hágase tu voluntad, como en el cielo también en la tierra,
porque tu voluntad no se impone, se hace vida con nuestra vida,
porque tu voluntad se hace una con todas,
como uno se hacen el cielo y la tierra.
El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy,
porque es pan bien repartido, pan que alcanza,
mesa de la justicia bien servida.
Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos,
porque el perdón conduce a la paz, a la reconciliación, a la comunión fraterna,
a la posibilidad de ser tus hijos y tus hijas, hermanos y hermanas.
Y no nos dejes caer en tentación, más líbranos del mal,
porque el abandono existe, el camino es difícil y somos débiles y pequeños,
porque nadie se basta a sí mismo, porque fuera de tu amor no hay salvación.
Amén.
Amós López Rubio / 19 de junio de 2022