Autor/es: Ruben Yennerich
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Al leer el libro de Job y muchas de sus interpretaciones, he descubierto una
gran carga de cinismo incluso de humor en el mismo. Este aporte no hace otra cosa que agregar un poco de lo mismo. Tal vez sirva para ver nuestros errores y la continuidad de los mismos si no nos dormimos nuevamente.
Una cínica relectura rioplatense del libro de Job
En medio de la pampa húmeda y fértil, el gaucho Job maldecía su destino llagado y arriba de cenizas, restos de antiguos asados, lloraba su dolor.
Había perdido a su esposa, que se había ido con otro, y perdido a cada uno de sus hijos. Uno estaba desaparecido, la hija se había ido a España a busca otro horizonte y no sabía de ella, y el otro secuestrado y
asesinado luego de haber pagado el monto pedido para su rescate.
Solo, "fundido" y enfermo, le reclamaba justicia al dios mercado, a quien había entregado su fe ciega y fiel durante todo este tiempo vivido.
No podía entender por qué estaba así, si había estado siguiendo sus recetas y demandas al pie de la letra solicitada.
Tres amigos lo rodeaban y como moscas zumbonas no paraban de martillarlo con sus reproches, en el fondo acusaciones.
Uno le preguntaba si acaso había privatizado todos los servicios de la estancia. Así lo había hecho Job.
El otro le preguntaba si acaso había osado dejar de pagar las ofrendas de los intereses de la deuda o si había cerrado las tranqueras impidiendo la libre circulación de bienes y servicios en la estancia. No había hecho eso Job.
El otro le preguntaba si había ajustado lo suficiente el presupuesto de su mujer y de sus hijos y de los peones de su estancia.
Así lo había hecho Job en su fe ciega a las recetas del dios mercado.
Pero ahora se encontraba en la más miserable de las miserias, llagado y en quiebra, en medio de una tierra fértil, llena de puras vertientes de agua y con leche, miel y petróleo.
Pero el gaucho Job no cejaba de reprocharle al dios mercado, el porqué de su destino enyetado y cruel.
Hasta que lo tuvo cara a cara... Y allí guardó silencio. No se oía ya el ruido de las cacerolas, ahora vacías de antiguos guisos carreros.
En medio del silencio, el dios mercado se enojó y le dijo, que quién se creía que era él para reprocharle su destino. Acaso iba a dejar de subsidiar a sus propios para socorrerlo. Acaso pensó que iba a aumentar los impuestos a sus carpinteros para que otros se timbéen toda la plata. Acaso
pensó que iba a prestarle algo a cambio de ninguna prebenda. Y le terminó diciendo que
ahora tenía que arreglársela sólo. Que no pensaba darle ningún préstamo más y que tendría que levantarse sólo.
Entonces el gaucho Job, se puso de pié como pudo en medio del dolor de las llagas. Le dijo que lo perdonara por su ignorancia, por haber desconfiado de su poder que se retractaba en medio de las cenizas, y
que a partir de ahora se las iba a arreglar sólo.
Así Job se volvió a encontrar con la prosperidad y tuvo dos veces más de lo que tenía.
Entonces el dios mercado le pagó la apuesta al acusador. Y le dijo: tenías razón. Yo pensé que si lo dejaba fundido y llagado iba a renegar de mí, pero no hay caso. Sigue siendo creyente. Y entonces el dios
mercado le pagó la apuesta, porque sabía que la iba a recuperar.