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24 de abril de 2009

La tumba - Devocional para Cuaresma

Autor/es: Carlos A. Duarte

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Soy eso, no se asusten, apenas una tumba.
Gruta excavada en roca para colocar muertos.
En aquel tiempo era nueva y limpia,
hoy ya ni recuerdo el lugar donde estaba.
Envuelto en un lienzo, lo trajeron todo sucio de sangre
habían tratado de limpiarlo pero sus heridas eran tantas que no había forma de evitar que siguiera sangrando.
Lo lavaron como corresponde a un muerto que se desea honrar.
Sinceramente, pensé: Esto, dentro de poco, va a oler feo.
Las mujeres lloraban desconsoladas
se decían palabras incomprensibles para mí
palabras de cariño, de dolor, de desesperación por un muerto que, evidentemente, amaban.
La muerte tiene sus propias leyes que los vivos no aceptan.
La primera y más dura es la ley del tiempo que descompone la materia.
Las tumbas también la padecemos.
Pero en este caso sucedió algo interesante.
Pasaba el tiempo y el cuerpo no se descomponía, parecía descansar de un largo viaje, como si durmiera tratando de recuperarse de una golpiza enorme
las manchas de sangre comenzaron a secarse
(lo cual es bastante lógico en un clima seco como el de Palestina).
Al segundo día el lienzo flotaba en el aire
me dije que no era posible, esas cosas no suceden.
El muerto, comenzó a tener una apariencia poco habitual poco antes del amanecer del tercer día una luz pacífica e intensa llenó todas mis paredes.
Esa luz silenciosa susurró lo que estaba sucediendo: resucitaba, Dios volvía a ser Dios Padre en el cielo.
Era necesario que lo vieran, que lo tocaran,
para comprender que el muerto era quien era.
Era necesario que yo estuviera completamente vacía para que vieran que lo prometido era verdad.
Era necesario, ¿cuántas veces debo decirlo?,
que las mujeres vinieran a perfumarlo,
con la intención de retrasar un poco su descomposición y no lo encontraran que su desesperación mezcla de fe y esperanza las empujara a buscarlo donde nunca encontrarían un cadáver: afuera, en el mundo de los
vivos.
Así sucedió. Lo vieron lo tocaron hablaron con él, él sopló su Espíritu sobre ellos.
Las mujeres bailaron de alegría y fueron las primeras en entender fueron las primeras en recordar sus palabras y anuncios.

Así sucedió. Así quedé vacía.

Después vinieron muchos otros a ocupar su lugar.
Pero nunca volvió a suceder aquello.
Hoy ya no existo más el tiempo, el lodo, el olvido se han apoderado de mi existencia.
Esa es la segunda ley de la muerte: el olvido.
En Jesús tampoco se cumplió, aún hoy continúa siendo recordado.
Él venció a la muerte, en cambio yo, su tumba, no.
No importa, fui testigo de que el poder de Dios es el único que puede transformar el mundo que puede transformar muerte en vida.

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