24 de abril de 2009
La Paz
Autor/es: Roger de Taizé
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¿Quiénes son los constructores de paz que Jesús felicita en el Evangelio?
Los constructores de paz son aquellos que hacen de la tierra un lugar donde es bueno vivir. Hay paz cuando, para todos, hay lo necesario para vivir una vida feliz. El shalom, como se dice en hebreo, engloba la salud, el bienestar, las buenas relaciones en la familia y con los vecinos, la seguridad. La paz es una plenitud que borra la angustia de carecer de algo. La paz se hace presente cuando todo está bien, cuando no hay más envidia ni rencor.
El mismo Dios es constructor de paz. Ha creado al mundo y quiere darle la paz. Lo uno no puede existir sin lo otro. La obra de la paz lleva a término la de la creación. Todo lo que Dios crea es bueno: «Vio Dios que todo era muy bueno» (Génesis 1,31). Pero las injusticias y las guerras hacen irreconocible esa cualidad de la creación. Dios, creador del mundo, está obligado a ser también creador de paz.
Dios no se encuentra solo para realizar dicha obra de paz. Entre la muchedumbre que se reúne a su alrededor en el monte para escucharle Jesús reconoce a aquellos que trabajan con Dios por la paz. Dice a propósito de ellos: «Felices los constructores de paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5,9). Los constructores de paz forman la familia cercana de Dios, son sus propios hijos. En la época de Jesús ello quería decir que compartían el mismo oficio. «Lo que ve hacer al padre, el hijo también lo hace del mismo modo» (ver Juan 5,19). Los constructores de paz trabajan con los ojos del corazón fijos en Dios.
El repliegue en la pasividad no ayuda a que la paz avance. Son imprescindibles las energías creadores para «vencer el mal por el bien» (Romanos 12,21). Es cierto que en su libertad los hijos de Dios renuncian a veces a sus derechos: «Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica déjale también el manto» (Mateo 5, 40). Los constructores de paz no temen los conflictos. Pero enfrentan primeramente en ellos mismos sus propios miedos y rebeliones. Y cuando se liberan se atreven a realizar gestos inesperados y valientes que desestabilizan la lógica del enfrentamiento.
Cristo nos precede en el camino que pasa a través de una lucha interior (Efesios 2,14-18). Para «crear una humanidad nueva y hacer la paz», nunca huyó de las situaciones conflictivas. Se expuso al odio que terminó clavándolo en la cruz. Pero en realidad es Cristo quien vive y el odio está muerto. En la cruz, en su propia persona «suprimió la enemistad» y «mató al odio». Jesús, humillado y ultrajado, experimentó los sentimientos que todo hombre sufre. «Fue probado en todo como nosotros» (Hebreos 4,15). La sed de venganza y el germen de violencia asaltaron su corazón de hombre. Pero amando hasta el final, Jesús no cedió y nos ha abierto el camino de la paz.
¿Cómo podemos perseverar en la esperanza de la paz ?
El evangelio comienza con una gran esperanza de paz: «Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz en la tierra a los hombres que Él ama» (Lucas 2, 14). A partir de la noche de Navidad esta promesa resuena en el canto del Gloria. Es verdad que a continuación los evangelios evocan también las grandes pruebas que los pueblos atraviesan, el hambre, el desorden y la guerra. Pero el inicio del evangelio marca la tónica: Dios no ha enviado a su Hijo para que nada cambie. Su gloria en el cielo es la paz en la tierra. Incluso en las horas sombrías, el recuerdo de esta promesa es fuente de perseverancia.
Es el deseo de felicidad el que sostiene el esfuerzo humano por la paz. «Si uno quiere vivir y pasar años prósperos (...) busque la paz y corra tras ella» (1Pedro 3,10-11). Quien ama la vida está motivado por la paz. Pero esa paz es siempre frágil. Por eso hay que buscarla con determinación. La paz es como un pájaro temeroso que solamente una infinita paciencia llega a domesticar. Significa concretamente: neutralizar a tiempo el veneno de las palabras hirientes no detenerse en los malentendidos desactivar los inicios de conflictos. En resumen: «cubrir una multitud de pecados» (1Pedro 4,8). Es el amor el que lo realiza. El amor inventivo y dispuesto a perdonar es infatigable. Sabe quitar a las faltas y a los pecados lo que puede dañar y destruir la paz.
¿Pero cómo podemos perseverar cuando la paz no es verdaderamente posible, al menos en lo inmediato? El apóstol Pablo escribe: «Proponeos hacer el bien que todos aprueban. En lo posible, de vuestra parte, tened paz con todos» (Romanos 12,17-18). Pablo insiste en la esperanza de una paz universal. Pero cuando la paz con todos resulta imposible, no hay razón para estar de brazos caídos. La paz no es un asunto de todo o nada. La paz se empieza en cualquier parte, se prepara para el futuro.
Para Dios, incluso lo imposible es posible. Por medio de la oración hay puertas que se abren a lo inesperado. Rezar por la paz es como pedir el pan de cada día: hoy necesitamos pan, hoy necesitamos un poco de paz. En la oración no intentamos mirar lejos en el porvenir, sino que pedimos sencillamente lo que nos hace falta para hoy, como lo expresa el canto Da pacem in diebus nostris: da la paz a nuestros días.
San Pablo termina una de sus cartas con este saludo: «Que el Señor de la paz os dé siempre y en todo la paz.» (2Tesalonisences 3,16). En otras ocasiones llama a Dios «el Dios de la paz» y «el Dios de la esperanza» (Romanos 15,33 y 13). Un cristiano no puede desesperar de la paz, a menos que desespere de Dios. Porque nuestro Dios mismo es esperanza, es paz.
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