Autor/es: (GG) Anónimo
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Nació solita no lejos del pueblo. Entre el camino y el alambrado.
Quizás heredera de algún pájaro que trajo la semilla de vaya a saber
donde. Porfiada y sufrida nació. No era palmera imponente,
deslumbrante, hermosa, de esas que se ven altísimas y elegantes en
los bulevares de las ciudades de la costa. Era palmera humilde a
orillas de un pueblo más humilde todavía. Las polvaredas del camino
ensuciaban su larga cabellera haciendo que su aspecto fuera siempre
gris. Desde chiquita aprendió a conocer los trabajos y realidades
de la gente de su pueblo. Gente sencilla, de trabajos duros, pero que
gozosa cuidaba siempre la alegría de festejar la vida, sobre todo en
ocasiones especiales. Entre la serranía y el monte de pinos próximo,
todos los fines de año veía pasar cantidad de gente que iba y volvía
con ramas verdes de pino. Poco después la población se llenaba de
luces, de ruidos diferentes, y la gente que pasaba parecía tener un
rostrodistinto, al menos por esos días. Después volvía la rutina de
polvo y de silencio. Con el paso de los años fue aprendiendo que eso
que sucedía invariablemente en cierta época del año era algo que las
personas llamaban Navidad. Descubrió también que las ramas verdes de
pino eran destinadas a adornar las casas y los patios representando
un árbol lleno de luces, adornos y regalos. Así, lentamente le fue
naciendo un sueño en su corazón de palmera. Le latía el sueño de
ser palmera de Navidad. Cada fin de año se aumentaba el sueño, pero
nunca llegaba. Hasta que un año sucedieron dos cosas que la llenaron
de esperanza. En el campito cercano, ese desde donde la miraban
codiciosas las vacas cuando era chiquita, allí vino a vivir una
familia. Levantaron un rancho de palo, paja y terrón. Rancho humilde
pero lleno de niños que correteaban por todos lados. La palmera pasó
a ser lugar de juego. Una casita de ramas, unos troncos por
banquitos, unas ricas tortas de barro... y la soledad pasó a ser
solo un mal recuerdo. Como si eso fuera poco, muy atenta escuchó a
dos funcionarios públicos que miraban el lugar desde el camino y
conversaban entre sí: - Allí quedaría bien. Dijo uno señalando el
otro lado del camino. - ¿ Y dónde está la palmera no te gusta más? -
No, mejor la usamos de poste para sostener el cable pasante con las
luces, así hacemos una portada de luces con el arbolito ahí. Si,
tienes razón, va a quedar bien... A los pocos días un grupo de
obreros abrieron un gran pozo y plantaron un cedro azul. Todo el
mundo lo admiraba: ¡Que árbol más hermoso! ¡Cómo cambió la entrada
del pueblo! Para mejor de noche con las luces de colores quedaba
bárbaro. Medio pueblo vino a ver. El otro medio vino el día después.
Las miradas se las llevaba todas el cedro adornado. La palmera era
como si no existiera, reducida a palo de sostén de un cable con
luces. Parecía que la gran oportunidad se le había escapado. Era
excesivamente poco convencional adornar una palmera para Navidad. El
arbolito tenía que ser un pino, una conífera, y a pesar de los 40° de
calor con blancas nieves de algodón entre las ramas. Sin embargo la
palmera no estaba triste. La alegría de los niños que jugaban a su
pié compensaba largamente la elección desfavorable de los
funcionarios públicos. Más aún, cuando pasó el tiempo y se acercó
Navidad, también los niños quisieron tener su arbolito. Así lo
pidieron a mamá. Imposible gurises, no hay trabajo, para la cosecha falta y apenas si tenemos para comer. Lejos de resignarse entre los chiquilines primó el espíritu práctico. La palmera es nuestro árbol
de Navidad, concluyeron. Y así fue, así lo sintieron y así actuaron.
Con piedritas de colores adornaron el tronco, pedacitos de vidrio y
papeles de colores forrando cajitas sirvieron para adornar las ramas.
Un pedazo de cometa en desuso hizo las veces de estrella en lo más
alto. A los ojos de los hombres aquello era una pena, a los ojos de
los niños una delicia. La palmera estaba rebosante de alegría: para
esos chicos era el árbol más importante de todos: un verdadero
milagro. Así lo sentía y lo vivía. Pero no fue todo. Aún quedaba
pendiente la sorpresa mayor.
El 24 fue un día espléndido, febril y ruidoso. Todo el mundo se
preparaba con todas las ganas. El humo de los asaditos dibujaba
garabatos en el cielo. Las pocas nubes que días antes amenazaban
lluvia se habían retirado rojas de vergüenza por el horizonte. Todo
estaba listo, se hacía la noche y las familias se iban juntando.
Mientras en las mesas se compartía la comida los arbolitos titilaban
sus lucecitas. Por supuesto el gran cedro de la entrada orgulloso
había recibido a los viajeros. En el rancho del campito cercano
también se celebraba. Sin lujos ni grandes comidas, pero con
alegría, - Al fin de cuentas, el Señor nació como en un ranchito
¿no?, decía uno de los más chiquitos que el día antes había escuchado
muy atentamente a su maestra de la escuela bíblica hablando de
Jesús. En eso estaban cuando ya muy cerca de la medianoche lo
inesperado ocurrió. ¡Maravillas modernas! ¡Se cortó la luz! El
pueblo entero quedó a oscuras. Como siempre pasa, los últimos de la
línea, los de más lejos, los más olvidados siempre se perjudican. -
Las fiestas sobrecargaron las líneas y hubo que tomar una medida
técnica de prevención, declaró un funcionario cuando días después le
preguntaron. Pero en el momento nadie se acordó de eso, hasta se
olvidaron de la luz, del postre, del brindis, de los funcionarios que
bajaban la palanca justo ahora, de que eran el último pueblo, el mas
perdido, el más olvidado, el más... el menos... porque ni bien se
cortó la luz, otro fenómeno lleno los ojos de la gente. Un remolino
de luz, grande como vía láctea, se desplegó por el cielo. ¿Qué es
eso? Decían todos entre asombrados y temerosos. Pero no era luz
quieta la que alumbraba las calles. Luz llena de vida era, vibrante
juguetona. Se fue yendo despacito hasta quedarse concentrada en la
palmera de la entrada. Todo el pueblo fue a ver lo extraordinario:
millones de luciérnagas alumbraban destellantes a la palmerita
humilde que esa noche brilló con su luz mejor.