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24 de abril de 2009

El tiempo común (1º parte)

Autor/es: Amós López

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Durante las semanas (o domingos) que quedan fuera de los llamados Tiempos Fuertes de Pascua y Navidad, no encontramos aspectos particulares de la vida de Cristo que deban ser celebrados. Por ello se denomina este período como “Tiempo Común”, “Tiempo Ordinario” o “Tiempo Durante el Año”. Esto no significa que no sea un tiempo importante. Todo lo contrario, la celebración dominical de la resurrección del Señor debe impregnar la vida de los creyentes y de toda la comunidad. Es decir, el Tiempo Común desarrolla y profundiza el significado y la repercusión de la resurrección de Cristo en la vida de la iglesia.[1]

El primer período del Tiempo Ordinario comienza después de las Fiestas de Epifanía y se extiende hasta el martes antes del Miércoles de Ceniza, que marca el inicio de la Cuaresma. El segundo período, y el más extenso del calendario litúrgico, comienza después de Pentecostés y llega hasta la fiesta de Cristo Rey, un domingo antes del Primer Domingo de Adviento. Antiguamente estos dos períodos eran entendidos como épocas diferentes sin un vínculo entre sí.[2] Hoy en día estos períodos son concebidos de manera unitaria, como una sola serie.

Lecturas bíblicas

En el “tiempo durante el año” se pone especial atención a la dinámica propia de los textos del Leccionario. Se profundiza en la fe en el Misterio Pascual y en las exigencias éticas de la nueva vida en Cristo. Es un tiempo propicio para proponer a las comunidades una lectura y proclamación de la Biblia más abundante, más variada y más adaptada a las necesidades contextuales.

En este tiempo se realiza una lectura continuada de los Evangelios Sinópticos que sigue el desarrollo de la vida y predicación de Jesús. Se busca con esto armonizar de cierta manera las narraciones de los Evangelios y el desarrollo del propio Año Litúrgico. Esta lectura continuada es “interrumpida” por el comienzo del ciclo pascual y se retoma después de concluido dicho ciclo[3].

Los textos del Antiguo Testamento (primera lectura) no siguen un orden cronológico sino que son seleccionados de acuerdo a los textos de los evangelios (tercera lectura), demostrando la unidad de los dos testamentos. En este caso, el Leccionario frece la posibilidad de compartir en las celebraciones casi todas las páginas más importantes del Antiguo Testamento.

Las epístolas más usadas en este tiempo son las de Pablo y Santiago (segunda lectura). Son lecturas más bien breves y destacan la vida de las nuevas comunidades cristianas como una experiencia de crecimiento en medio de sus luchas y esperanzas.

La lectura y proclamación de los Evangelios Sinópticos[4] permite una profunda educación en la fe, siguiendo la vida del propio Jesús. Estos textos, al ser fruto de los testimonios de las primeras comunidades cristianas, reflejan también la maduración de estas en el seguimiento a Jesús en su contexto[5]. Este recorrido y crecimiento también lo deben experimentar nuestras asambleas cristianas de hoy. Es un caminar juntos, con nuestros hermanos y hermanas de aquellos tiempos, hacia un conocimiento pleno de la voluntad de Dios que se ha revelado en la vida de Jesús.

Para vivir la espiritualidad del Tiempo Común
La comunidad cristiana es llamada en estas semanas del Año Litúrgico a sumergirse en la contemplación[6] y asimilación de la Pascua de Cristo, que se desarrolla de manera progresiva y profunda. Con la seguridad de la presencia dinámica del Espíritu Santo que resucitó a Jesucristo, debemos vivir con intensidad la espera de la pascua final, de la consumación de la salvación de Dios. Esta no es una espera pasiva ni desesperada. Es una espera comprometida con los valores del reino de Jesús, con los frutos de su resurrección.

Compartiendo la paz de Cristo

Jesús ha resucitado para darnos su paz que es diferente a la paz del mundo. ¿Cómo entendemos y vivimos hoy la paz? En medio de una humanidad dividida y herida por las guerras (muchas de ellas por razones religiosas) la iglesia debe dar testimonio de la paz de Cristo, una paz que sólo es posible en la lucha por la justicia y la reconciliación humana.

Tanto para Israel como para la iglesia primitiva, la paz es un don de Dios para toda su creación, la shalom hebrea expresa la voluntad divina para su pueblo: armonía, igualdad, vida en abundancia, salud, seguridad y bienestar en todas las esferas de la vida. Así mismo la paz se convierte en una búsqueda constante, en una necesidad urgente que la iglesia asume como misión: ser pacificadores/as.

Pensemos un poco en el “abrazo de la paz”, ese momento del culto en que damos y recibimos el amor, el afecto y el calor de los hermanos y hermanas, en que nos sentimos como humanidad en comunión, con un mismo anhelo de paz. ¿Estamos valorando este abrazo de la paz como señal de reconciliación y como respuesta a la tan urgente necesidad humana de vivir en armonía?

Creciendo hacia la unidad en Dios

Las divisiones dentro de la iglesia cristiana, tanto de carácter denominacional como local, continúan siendo un escándalo para la fe cristiana y para toda la humanidad. Desoímos el llamado de “ser uno para que el mundo crea” que Jesús nos ha enviado, que aquel que resucitó lo hizo para reunirnos nuevamente y darnos su vida y su Espíritu. La iglesia dividida es signo también, bochornosamente, de la humanidad dividida. De ahí la urgencia de entender, celebrar y vivir un ecumenismo auténtico. Abrirnos sin miedos a quien es diferente, dialogar y encontrar caminos comunes de servicio al mismo Dios creador de la vida.

El primer domingo del Tiempo Ordinario, después de Pentecostés, la iglesia celebra la fiesta de la Santísima Trinidad y reconoce el cumplimiento de la salvación realizada por Dios, a través de Cristo, en el Espíritu Santo. La Trinidad es presentada como comunidad de amor y misericordia, comunidad que salva en las acciones de cada persona divina[7]. Es una fiesta que apunta a la revelación misma de Dios y a su acción progresiva en la historia humana.

Así mismo la iglesia se revela como un pueblo llamado a la unidad, tal como el Padre, el Hijo y el Espíritu son uno. Dios, que es comunidad de amor y fraternidad recíproca, comunidad de iguales que se sirven y se relacionan sin jerarquías, y que comparten una misma misión salvadora en el mundo, nos pide que seamos sus colaboradores y colaboradoras en su sueño de una humanidad reconciliada, y que reflejemos en nuestra vida su propia vida.

Siendo sensibles a los gemidos de la creación y del Espíritu

El Espíritu nos acompaña en nuestro crecimiento y nos da fuerzas para que nuestra manera de vivir se oriente hacia la renovación de toda la creación, la cual también espera la manifestación transformadora de los hijos e hijas de Dios (Ro 8, 19). Recordemos que el ser humano, varón y hembra, han sido creados a la imagen de Dios, y que tenemos la mutua responsabilidad de cuidar de la creación en obediencia a quien la ha puesto a nuestro servicio. En la manera en que administremos las riquezas del entorno así glorificaremos al Creador del mundo.

Cada domingo del Tiempo Común es también una Fiesta del Espíritu que celebramos en armonía con todos las criaturas de Dios, un llamado a la sensibilidad y la responsabilidad ecológica.
Recuperando los valores de la Cena del Señor

La celebración de la Cena del Señor anuncia con fuerza la celebración del banquete solidario, aquella mesa que nos convoca a vivir en armonía y respeto, movidos por el mismo amor humano y promoviendo la misma libertad que anhelamos todos y todas.

El gesto de la Cena nos invita a hacer de cada celebración un acto de amor[8]. Es preciso presentar la vida a Dios como ella es y recibir de él fuerzas para transformarla. La celebración es más pascual cuando promueve la comunión y la relación entre las personas. Cristo es mediador también entre los hermanos y hermanas de la congregación, nos ayuda a ver el rostro del otro y la otra de una manera nueva. Es el carácter relacional y afectuoso de la fiesta pascual. En medio de un mundo que no reparte justamente sus bienes y recursos debemos recuperar el sentido del ágape fraterno.[9]







[1] Bergamini, op. cit., pp. 441-442.
[2] Estos períodos de denominaban: Tiempo Después de Epifanía y Tiempo Después de Pentecostés.
[3] Realmente el Ciclo Pascual no interrumpe el Tiempo Ordinario sino que ofrece una continuidad en el recuerdo de la vida y la vocación mesiánica de Jesús. El camino pascual de Jesús es algo que el cristiano hace suyo a lo largo de toda su vida.
[4] Mateo, Marcos y Lucas. Se les llama sinópticos porque muestran un enfoque común sobre la vida y enseñanza de Jesús.
[5] Bergamini, op. cit., p. 452.
[6] Contemplar no es una mera observación que nos deja extasiados, paralizados. Es poder llegar a una nueva visión del mundo, la vida, la historia, las realidades humanas, y esa nueva visión cambia nuestra manera de vivir y relacionarnos, nos hace asumir nuevos retos y comprender en profundidad el sentido de la vida cristiana de cara a ese mundo, esa historia, esa realidad humana que también necesitan cambiar.
[7] Bergamini, op. cit., p. 455.
[8] Carpanedo, Penha y Marcelo Barros, op. cit., p. 105.
[9] La palabra agape indica en el ambiente griego el amor gratuito y fraterno. Así se designaba la cena comunitaria en los inicios de la iglesia (1 Cor 11). Ya a finales del siglo I, la celebración del Pan y el Vino (Eucaristía, Cena del Señor) fue separándose de la fiesta del ágape para convertirse en un rito propio.
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