Autor/es: Ángel Furlan
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DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO
11 de Diciembre de 2016
San Mateo 11:2-11
Juan el Bautista había tenido la clara certeza del llamado de Dios y del mensaje liberador que debía predicar. Un mensaje que, en la línea de los antiguos profetas, desafiaba las estructuras de injusticia y llamaba al pueblo a un cambio profundo en su forma de encarar la vida y en sus relaciones de convivencia. Juan tenía puesta su confianza en Dios y en su propósito, es decir en la liberación de Israel que llegaría con el Mesías, de quien él era el anunciador y heraldo. Con convicción y valentía había venido denunciando los abusos de los poderosos, incluyendo la ilegalidad del matrimonio del mismo rey[1]. Pero llegó el día en que el rey Herodes, presionado por Herodías, lo detuvo y lo encerró en la cárcel.
Cuando Juan se encontró en las mazmorras de la fortaleza de Machaerus, es muy posible que se agolparan en su mente un torrente de preguntas. Lo que le estaba pasando no coincidía con sus expectativas. ¿No era que muy pronto, tal como Él lo había enviado a anunciarlo, tendría lugar el juicio de Dios? ¿Cuándo iban a ser castigados, de una vez por todas, los malvados? ¿Cuándo manifestaría Dios su poder e implantaría el derecho y la justicia? ¿O sería que por el contrario vencerían de nuevo los de siempre? ¿Sería que Dios no se preocupaba por las cuestiones humanas, por la agonía del pueblo y los gritos con que a él clamaban? Por otro lado Juan comenzó a preguntarse si no se habría equivocado con respecto a Jesús. ¿Sería Jesús el Mesías esperado?, y si lo era, ¿por qué había permitido que él fuera encarcelado por Herodes? Es probable que, como podría pasar con alguno de nosotros en un momento así, las dudas comenzaran a angustiarlo.
Tenemos que reconocer que, al menos en algún momento de nuestra vida, nos hemos sentido desconcertados frente al creciente y aparentemente invencible poder del mal en nuestro mundo. Sabemos que Dios no actúa y jamás actuaría de esta manera, toda nuestra línea teológica está en contra del pensamiento, pero allí en el fondo de nuestra humanidad llegamos a preguntarnos por qué Dios no envía un rayo del cielo, por qué no hace algo para terminar de una vez con el mal. Sabemos que el Reino de Dios no se construye por la fuerza de la violencia sino por la fuerza del amor, pero hay momentos muy breves y muy puntuales quizás, en que nos hemos sentido confundidos y abrumados frente a expresiones del mal en las que la crueldad y el dolor infligido llega a límites que superan lo imaginable[2].
Finalmente, luego de reflexionar, superamos nuestra debilidad y hacemos un esfuerzo por entender. La visión del Dios que desenvaina la espada y envía ejércitos celestiales para destruir, nos hace enfrentar dos teologías distintas, dos maneras distintas de leer las Escrituras. El Dios castigador o el Dios misericordioso. El Dios que se espera que imponga finalmente su poder a hierro y fuego o el Dios que viene en Jesús a establecer su Reino de amor y vida plena por el camino de la cruz. Juan, a pesar de haber confesado abiertamente que Jesús de Nazaret es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo sigue apegado de alguna manera a ese primer esquema de interpretación de la Escritura.
Jesús no se ofende por la pregunta de Juan. Entiende que Juan esté perplejo frente a su ministerio. Juan era el predicador del fuego consumidor, un profeta de fuego al estilo de Elías[3]. Para él no era tan fácil comprender esto totalmente nuevo que es el Reino de Dios.
Lo que Jesús presenta como pruebas para que Juan sepa y crea que él es efectivamente el Mesías son sus actos y el mensaje que predica. Son signos y palabras de liberación y vida: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. Esas son las señales del Mesías; eso es lo que sobre él anunciaron los antiguos: por medio de él Dios devolvería al pueblo la vida y la libertad que los poderosos le habían arrebatado. Paralíticos, ciegos, leprosos, sordos, muertos. Una forma de expresar sin duda la postración, el dolor, la marginación y la muerte, resultados del poder del mal que parece invencible pero que no puede resistir a la Palabra por la cual la gente es sanada, restaurada.
Jesús envía a Juan un mensaje de ánimo que al mismo tiempo muestra la esencia del Reino de Dios: a los pobres es anunciado el Evangelio. Está ocurriendo algo, hay señales del Reino, no te desanimes. El Reino está, el Reino llega y nada puede detenerlo.
Algunos de nosotros hemos tenido la oportunidad de ver esas señales del Reino actuando en nuestro mundo. Muchas veces las hemos visto en la Iglesia, otras muchas las hemos visto fuera de las fronteras de la iglesia institucional y hasta en oposición a la actitud de algunos de sus líderes. Personalmente he tenido el privilegio de ver señales, gente que sigue en la lucha, que no afloja, que confía en que las cosas pueden ser distintas. Los campesinos sin tierra en Brasil, las mujeres indígenas poniendo su pecho frente a las balas y enfrentando al poder de las multinacionales en Centro América, los que se oponen a las semillas transgénicas en distintos lugares de Argentina y otros países, los que luchan a favor de disminuir las emisiones de carbono, los que denuncian a las instituciones financieras que a través del sistema del endeudamiento perpetuo desangran la fuerza de nuestros pueblos. Los y las que abren un comedor o un merendero para suplir las necesidades más urgentes mientras luchan por igualdad de derechos y justicia para todos y todas, las y los educadores que trabajan para concientizar y dar herramientas que lleven a un futuro distinto, médicos y médicas que consagran su vida a aliviar a los más desprotegidos… Los ejemplos podrían llenar páginas, libros, bibliotecas. Sin embargo, en general no aparecen en los medios, no se escriben en los diarios– la mayoría (casi todos) instrumentos del sistema. Nos corresponde a nosotros y nosotras como seguidores de Jesús, decirle a Juan que hay señales de que el Reino está presente y que nada puede detener su venida.
El Apóstol Santiago[4] anima a la iglesia a tener paciencia. En el lenguaje del Nuevo Testamento la paciencia no es sinónimo de resignación, es una virtud activa, es la fuerza para seguir en la lucha aun cuando parezca que ya no tenemos más fuerzas, es seguir caminando cuesta arriba cuando nuestras piernas casi se niegan. Es un grito de ánimo mutuo con el que nos decimos “vale la pena seguir”. Más allá de lo que parece imposible Dios está actuando. Como en una semilla sembrada hay un proceso escondido en el desarrollo del Reino, la vida surgirá, la planta dará su fruto.
El profeta Isaías[5]s tiene la visión de un desierto que se transforma en un jardín. Lleno de color de vida. No sabemos quién ni cuándo escribió este canto pero está escrito para gente desanimada en el destierro. El mensaje del profeta llega a nosotros hoy y nos vuelve a decir: Fortalezcan las manos cansadas, afirmen las rodillas que se aflojaron, den ánimo al corazón que se ha achicado diciéndole: no temas, Dios está.
En nuestro país, en nuestra América Latina y en el mundo, enfrentamos infames situaciones de injusticia, exclusión y marginación que terminan con la vida de muchos de nuestros hermanos y hermanas. Estamos rodeados de filosofías pesimistas. Hay fuerzas que quieren hacernos caer en un torbellino de aceleración. Nos apuran. No quieren dejarnos pensar, reflexionar, discernir, decidir. Muchas veces sentimos como si el tiempo no alcanzara, que la misma vida no alcanzara, hay momentos en que nos sentimos tentados a aflojar, a bajar los brazos. Algunos sin poder dormir y otros sin ganas de levantarse por la mañana.
En esta, nuestra situación humana que vivimos hoy nos llega la Palabra de Dios para darnos fuerza, la fuerza del Espíritu. La Palabra llega para soplar sobre nosotros nuevamente el aliento del Dios de la vida que infunde ánimo, que renueva el alma y que nos permite animarnos unos a otros, unas a otras, diciéndonos: ¡vale la pena! ¡Sí! Vale la pena luchar por la justicia en el mundo. El Señor está cerca. El Reino de Dios no puede ser detenido.
P. Ángel F. Furlan – Buenos Aires, Argentina.
Iglesia Evangélica Luterana Unida
Diciembre de 2016
[1]Cf. San Marcos 6:17-18. La denuncia de Juan contra Herodes en cuanto a que no le es lícito tener la mujer de su hermano no tiene que ver con lo que hoy algunos considerarían como cuestiones de “moral sexual” o de convivencia de parejas. Al tomar para sí a Herodías, la mujer de su hermano, había cometido un delito contra la propiedad, condenado explícitamente por la ley del Decálogo (“No cometerás adulterio”). El sexto mandamiento, tanto en elethos del Antiguo Testamento como en el concepto del judaísmo oficial del tiempo de Jesús, debe entenderse como un delito contra el derecho de propiedad adquirido por un hombre con respecto a una mujer a la que ha tomado por esposa. En el sistema patriarcal la mujer, cuya condición era regulada por el derecho de propiedad, era adquirida por el marido. No se trataba de una institución religiosa ni pública sino de un contrato entre dos familias. Cuando entraba en la casa del esposo y bajo su poder conyugal, la mujer estaba casada y el marido tenía la obligación de mantenerla y protegerla pero siempre dentro del marco del derecho de propiedad. Es por eso que sólo la mujer podía cometer adulterio contra el marido y no viceversa, de la misma manera que un hombre sólo podía cometer adulterio con respecto a la mujer de otro (en ambos casos se trataba de la violación del derecho de propiedad). Es importante entender que el concepto que tenemos hoy de matrimonio en la mayor parte de las sociedades occidentales no se halla reflejado en el Antiguo Testamento como tampoco en muchas sociedades del antiguo oriente.
[2]Basta contemplar fotografías de Auschwitzy el “Holocausto” o la imagen de la niña vietnamita Kim Phuc que quedó plasmada en una fotografía que recorrió el mundo en 1972, en la que su rostro aparece congelado en un agonizante lamento, momentos después de que un ataque con napalm la quemara y desfigurara de por vida.
[3] Cf. 1er Libro de los Reyes 18:38-40
[4] Cf. Carta de Santiago 5:7-10
[5]Cf. Isaías 35:1-10